Aquí la entrevista, tanto extensa como valiosa, a Valeria Edelsztein por
Luciana Peker
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y reseña de la nota publicada en
Viernes, 7 de febrero de 2014
ENTREVISTA
Los libros Científicas, cocinan, limpian y ganan el
premio Nobel (y nadie se entera) y Los remedios de la abuela, mitos y
verdades de la medicina casera visibilizan a las investigadoras
olvidadas por la historia y revalorizan la sabiduría popular femenina.
Su autora es Valeria Edelsztein, química y divulgadora científica, que
se propuso nombrar a las inventoras, exploradoras o pioneras que todavía
no fueron reconocidas.
P
or Luciana Peker
“Hay
mujeres letradas como hay mujeres guerreras, pero nunca ha habido
mujeres inventoras”, afirmó Voltaire en 1764. Se equivocaba. En Egipto,
2700 años antes de Cristo, la reina Merith Ptah era médica jefe (como
ministra de Salud) y, muy cerquita, 2640 años a. C., la primera
emperatriz de China, Si Ling Chi, descubrió la seda. Una colega suya, la
emperatriz china Shi Dun, pero muchos años después, en el 105 de
nuestro calendario, fue la primera en confeccionar papel a partir de la
corteza del árbol de moras. Volviendo atrás el tiempo, 2300 a. C.,
Enheduana, la hija del rey Sargón, fundador del primer imperio (Acadio)
del mundo entre Persia y el Mediterráneo, se convirtió en la primera
mujer del mundo en firmar sus escritos, fue poetisa y alta sacerdotisa.
Nada era sencillo sino prohibido. Por eso Jeanne Baret se tuvo que
disfrazar de marinero, en 1766, para poder dar la vuelta al mundo y, a
pesar de ser analfabeta, llegó a recolectar en tres años de expedición
casi seis mil muestras de plantas –como la santa rita– y hierbas
medicinales. En lo colectivo, las hetairas, en Grecia, por no ser
atenienses, escapaban a la prohibición de estudiar y llegaban a ser
sabias. En Roma, Metrodora escribió un tratado sobre enfermedades del
útero, el estómago y los riñones y también Aspasia escribió sobre
ginecología y obstetricia. Además, María se convirtió en la primera
alquimista, sentó las bases teóricas y prácticas de la química moderna,
pero por sobre todo se le ocurrió probar el baño María en la cocina que
tanto sirve para hacer repostería. La lista de las olvidadas por el
lustre es larga. Pero ni siquiera en el siglo XXI las científicas son
tan reconocidas. ¿Cuántas referentes históricas y actuales por su mente
brillante vienen fácilmente a la mente? Sí, además de Marie Curie, que
ganó el Premio Nobel de Química.
“¿Cómo puede ser que no conozcamos ningún nombre femenino en las
ciencias? ¿Será que no existen? No. Nada de eso. A las mujeres les gusta
investigar y, de hecho, lo hacen. Al parecer las damas en la historia
de la ciencia son como las partículas: fundamentales pero invisibles. O
como el sol: aunque no las veamos siempre están”, escribe Valeria
Edelsztein en el libro Científicas, cocinan, limpian y ganan el premio
Nobel (y nadie se entera), que obtuvo el primer premio del Concurso
Internacional de Divulgación Científica Ciencia que ladra-La Nación
2012, y publicó el grupo editorial Siglo XXI.
Valeria tiene 31 años y ya es doctora en Química e investigadora del
Conicet. También es autora del libro Los remedios de la abuela, mitos y
verdades de la medicina casera, que reivindica la sabiduría popular.
Fue columnista en el programa Terapia de Pareja, de FM Pop, con la
conducción de Santiago del Moro, porque es una divulgadora científica
que se adapta a la mediatización actual. Pero define como su meca haber
llegado a ser integrante del programa de televisión Científicos
argentinos, donde, por ejemplo, hizo experimentos multitudinarios con
chicos de primaria y secundaria en Jujuy.
Ella se dedicaba a la química y era una de esas investigadoras que
mezclan tubitos en un laboratorio desde las siete de la mañana hasta las
diez de la noche con las manos en la masa. Pero en el 2008 se casó y se
fue de luna de miel con Julián y junto a él pensó en qué deseaba para
su futuro. “Me di cuenta de que quería, además del laboratorio, contar
lo que a mí me gustaba de la ciencia”, recuerda. El paso siguiente fue
escribirle a Diego Golombek, director de la colección Ciencia que ladra,
y a partir de ahí empezó a indagar sobre los mitos de las abuelas y la
verdad de la milanesa (de la ciencia). Después, hace dos años, nació su
hijo Tomi y el descubrimiento, con la maternidad, de que trabajar y ser
profesional no es sencillo. Por eso, se propuso visibilizar a todas las
que, a lo largo de la historia, lo fueron logrando.
¿Hablar de los remedios de la abuela es reivindicar un saber femenino que generalmente fue despreciado?
–Hay una tradición folclórica que es interesante conocer porque es
parte de nuestro patrimonio. La ciencia y la tradición son compatibles.
Y, en realidad, las mujeres siempre tuvieron que ver con la ciencia. La
cocina fue un laboratorio. Por eso, para un segundo libro sobre las
abuelas, empecé a bucear en las vidas de científicas y me interesó
escribir la historia de las mujeres en la ciencia. Pero como no me
parecía un tema ganchero decidí escribirlo sin que nadie se entere, sólo
por las noches, cuando Tomi se dormía, con mucha ayuda de mi marido, y
presentarlo al concurso Ciencia que ladra. El día que ganó yo estaba en
la Feria del Libro amamantando a Tomi. Fue muy simbólico. Ya que es muy
difícil congeniar la maternidad con la carrera.
¿La carrera científica tiene una exigencia que es muy difícil de sobrellevar con la maternidad?
–Hay una diferencia muy grande antes y después de la maternidad. Yo,
durante el doctorado, elegía entrar en el laboratorio a las siete de la
mañana porque no había mucha gente y era más tranquilo, y hay días que
me podía quedar hasta las diez de la noche porque prefería dar clases a
última hora para no ocupar el tiempo que trabajaba en el laboratorio.
Muchas mujeres creen que no existen diferencias con los varones, hasta que llega la maternidad y todo cambia...
–Y... mis prioridades cambiaron. Yo estaba haciendo el posdoctorado
cuando Tomi nació y no quería dejar la carrera para nada. Tuve la enorme
suerte de que la Facultad de Ciencias Exactas tiene un jardín y lo pude
amamantar hasta el año y medio porque estaba cerca del jardín. Pero sé
que no es lo que pasa habitualmente. Además, una tiene que presentar
informes y publicar y si quiere crecer en la carrera científica lo
necesita. Mientras que los primeros meses una mamá es importante. Hay
que amoldarse, y eso implica resignar algunas cosas. También hay
familiares que te dicen “pobrecito, cuánto tiempo está en el jardín” o
“no seas mala madre” y eso va haciendo mella. No es casual que en el
Conicet haya más mujeres que hombres en la categoría de investigadoras
asistentes, que es la más baja –en la que estoy yo– pero en las
categorías más altas son prácticamente todos hombres.
¿El techo de cristal no se superó?
–El techo de cristal existe. Hoy estamos mejor que ayer y peor que
mañana. Pero todavía hay mucho por hacer. Es algo para tener en cuenta y
seguir debatiendo.
¿Vos tenías una visión de género o fue una perspectiva a la que te
asomaste con la maternidad y la investigación sobre científicas?
–No tenía una visión muy marcada porque hasta ese momento yo no
había sentido diferencias. A mí me cambió mucho la visión cuando nació
Tomi y al leer tantas historias de mujeres. Fue un quiebre. Por otro
lado, me decía que si ellas pudieron en situaciones tan adversas, cuando
la cuestión de género ni se discutía, yo también podía concretar lo que
tenía ganas.
¿Qué historias te generaron más admiración?
–Hay una historia de una mujer que se llama Mary Anning, que había
tenido problemas familiares y sobrevivió a la muerte de ocho hermanos. A
los 12 años ella descubrió el primer esqueleto de un ictiosaurio, un
bicho marino de la época del Jurásico con forma de delfín y dientes de
tiburón que actualmente se exhibe en el British Museum de Londres.
Además tuvo ideas similares a las de Darwin. Ella vivió en la pobreza y
las malas lenguas decían que se dedicaba a la bebida. En realidad,
tomaba grandes dosis de láudano, una tintura alcohólica de opio, para
calmar el dolor ocasionado por el cáncer que le ganó en 1847. La
tildaban de borracha y jamás le reconocieron todo lo que hizo. Es
terrible.
¿Hay descubridoras de inventos que aprovechamos hoy en día sin reconocimiento?
–Sí, es impresionante la historia de Hedy Lamarr. Ella nació en
Viena y quería ser actriz. Hizo el primer desnudo registrado en una
película que se llamó Extasis. Los padres se enojaron y la obligaron a
casarse con un militar que la tuvo encerrada. Ella usó ese tiempo para
estudiar ingeniería, hasta que un día se cansó, drogó a la mucama que la
estaba cuidando y se escapó. Se fue a Estados Unidos, donde creó un
sistema de salto de frecuencias que se empezó a usar como una manera de
enviar datos de manera segura. Y hoy es la base de la tecnología 3G, wi
fi y bluetooth. Pero no vio un centavo, porque habían pasado más de
veinte años cuando se aplicó realmente.
¿Quién fue víctima de misoginia explícita?
–Rosalind Franklin fue clave para el descubrimiento del ADN. Maurice
Wilkins le robó una foto y ella nunca recibió el crédito. Se murió de
un cáncer de ovario cuatro años antes de que le dieran el Nobel, en
1962, por el descubrimiento del ADN a James Watson, Francis Crick y
Wilkins. ¿Se lo hubieran dado a ella? Sólo se lo podían dar a tres
personas. Por eso, mi respuesta es que no, ya que después fue una gran
olvidada. Además había un comportamiento muy misógino. Por ejemplo,
entre ellos se preguntaban si Rosalind se cortara el pelo y dejara de
usar anteojos sería más linda. Un dato que obviamente era irrelevante
para lo que estaban haciendo. Además iban a una cafetería en Londres a
la que sólo podían acceder hombres, porque estaba prohibido el ingreso
para mujeres. No era una excepción. En España las mujeres recién
pudieron acceder a las academias de ciencia, como miembros de pleno
derecho, a partir de 1987. ¡Ya se había inventado el Pac-Man! ¡Es
ridículo! A las mujeres les costó muchísimo el acceso a las
universidades o les pedían un título anterior –como el secundario– que a
su vez tenían prohibido cursar.
La prohibición de participar en ciencias arranca en Grecia, en donde podían morir si se dedicaban a la ciencia...
–Sí, ésa es la historia de Agnodice, que era una mujer que se vestía
como hombre para ejercer la medicina. Era muy buena en ginecología, y
entonces los hombres médicos que estaban despechados presentaron una
denuncia por abuso. Ella, para desmentir las acusaciones, se desvistió
frente a sus acusadores y mostró que era una mujer y no un hombre
abusador. Esa acusación cayó, pero la condenaron a pena de muerte porque
era mujer y estaba ejerciendo la medicina. Entonces las mujeres que se
atendían con ella les dijeron a sus maridos –que eran senadores o
políticos– que si la mataban a Agnodice se mataban ellas también. Y, a
partir del año siguiente, permitieron a las mujeres que ejercieran la
medicina en ginecología y obstetricia, sólo campos femeninos, pero fue
un escalón importante.
¿Cómo se las ingeniaban para poder investigar?
–Hubo una época en que estaban las academias científicas donde las
mujeres no podían entrar y había, por otro lado, salones literarios o
científicos donde sí podían estar las mujeres. También podían meterse en
la Iglesia y ser monjas y acceder a conocimiento. Por ejemplo,
Hildegarda von Bungen es un icono en la historia religiosa y escribió
muchísimo sobre remedios con yuyos y hierbas naturales. Otra opción, a
lo largo de la historia, fue ser esposas, sobrinas o hermanas. Sofía
Brahe quería dedicarse a la astronomía y estuvo apadrinada por su
hermano en un campo donde si no no hubiera tenido acceso. También está
la historia de la astrónoma Henrietta Leavitt, que nació en 1868, e hizo
una contribución enorme para lo que hoy conocemos del cielo. Mientras
que Susan Jocelyn Bell era irlandesa, trabajaba en un laboratorio y
descubrió estrellas que emiten ondas de radio, como si fuera un faro que
gira, y el Premio Nobel se lo dieron al jefe. Ella está viva y dice que
estuvo muy bueno no ganar el Premio Nobel porque después de eso no hay
nada; en cambio a ella le dieron un montón de otros premios en el mundo y
pudo viajar por más lugares. Pero su contribución quedó opacada.
Vos usás el título de un diario “Ella cocina, ella limpia, ella
gana el premio Nobel” como título de tu libro, que implica que las
mujeres tienen que cumplir con su rol tradicional aunque quieren
progresar...
–Sí, ese título lo pusieron cuando ganó el Nobel de Medicina Rosalin
Yalow en 1977. Pero también está la Barbie que hablaba y decía “La
matemática es difícil” y tuvo que ser retirada del mercado en 1992.
Todavía está latente la idea de que la ciencia es algo que no puede
hacer una mujer.
También te metés en una discusión sobre el tamaño del cerebro femenino. ¿A qué conclusión se llegó?
–Hubo un individuo que sostenía que los hombres eran superiores a
las mujeres y lo quería demostrar con el tamaño de los cerebros. Llegó a
la conclusión de que el cerebro de un hombre pesaba aproximadamente
1450 gramos y el de una mujer, en promedio, 1350 gramos. Cuando se murió
donó su cerebro a la ciencia y se comprobó que pesaba 1250 gramos. En
realidad, claramente el tamaño del cerebro se vincula con el tamaño
corporal y no tiene relación con la inteligencia.
¿La cocina fue un laboratorio y no solo un rincón relegado de ideas?
–El baño María (una asadera con un poco de agua) lo inventó María,
la hebrea, que era una experimentadora. La cocina tiene mucho que ver
con la ciencia.
¿Qué pasó con las brujas que quedaron demonizadas por el relato del cine y, en verdad, eran muy sabias?
–Las brujas quedaron con el estigma de las mujeres demoníacas. Pero
esto no es solo de la Edad Media. En Arabia Saudita, en el 2005,
acusaron a una mujer de brujería y la condenaron a ser quemada en la
hoguera. Mientras esperaba que la ejecutaran se murió atragantada en la
cárcel. La discriminación sigue vigente.
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