24/01/14
Por qué uno buscaría a alguien que no conoció? Yo vengo buscando
desde siempre a mi hermanito Zenus perdido en Polonia durante la
ocupación nazi. Su foto era el tesoro más grande que había en mi casa.
Este niñito rubio comparte conmigo el ADN familiar. Pero no lo sabe.
¿Habrá sobrevivido?
¿También él me buscará?
¿Qué le
contaron cuando comenzaron sus preguntas? ¿Hizo preguntas? ¿Sabía que
había nacido judío? Cuando se veía circunciso, ¿cómo lo entendía y
procesaba? Su ausencia ha llenado mi vida de preguntas.
De chica eran: ¿Se parecerá a mí? ¿Le gustará cantar tanto como me gusta a mí? ¿
Por qué lo abandonaron? ¿No lo querían?
¿Se habrá portado mal? ¿Podrían mis padres dejarme a mí si no me porto bien?
Durante
mi adolescencia lo veía en mis sueños y pesadillas. Era como un
fantasma que siempre podía aparecer. Cuando llegaba un barco polaco me
iba al puerto a hablar con los marineros.
Miraba cada cara, los colores, el pelo,
los ojos, buscando parecidos, familiaridades. Tal vez, quién te dice,
mirá si es alguno de ellos… y en mi trabajoso polaco les preguntaba de
dónde eran, cómo se llamaban sus padres, cuándo habían nacido, si tenían
hermanos… O buscaba en cada nueva película polaca a algún actor de la
edad que tendría mi hermano para ver si se nos parecía.
Son otras las pregunta que me hago hoy.
¿Será posible tejer cercanía con alguien que no se conoce? ¿La sangre es suficiente?
La
guerra es cruel. La II Guerra Mundial lo fue. La Shoá (el Holocausto
que los judíos sufrimos bajo el nazismo) nos enfrentó con
decisiones que desafiaban la naturaleza humana.
Los padres desarrollaron una insólita creatividad para salvar a sus
hijos. Cuando la única oportunidad era dejarlos con extraños ejercitaron
una nueva virtud: el
desprendimiento. Mis padres creían que no
sobrevivirían, pero estaban decididos a que su hijo sí, por eso lo
entregaron a una familia cristiana.
Los polacos que protegían a
judíos eran asesinados, cualquiera los podía denunciar y cobrar su
recompensa. No era fácil encontrar familias que se atrevieran. Un
varoncito circuncidado que no era rubio-
ario , hacía la gesta
casi imposible. Zenus fue aceptado a cambio de dinero, un dinero vital
para esa familia que, sin trabajo estable, pudiera proveerse de
alimentos y
tuviera carbón para caldear los ambientes en el duro invierno.
Si la salvación tuvo un precio, si intervino el dinero, tal vez “valga”
menos para algunos. Pero es preciso reconocer el valor de estos
salvadores que se arriesgaron a tan dura represalia.
En mi
adolescencia juzgaba duramente a mis padres; leía su desprendimiento
como abandono, egoísmo, incapacidad. Solo más tarde comprendí que
fue altura moral y amor en su máxima expresión porque renunciaban a la posesión por el bienestar del ser amado.
Mis
padres fueron los primeros sorprendidos al encontrarse vivos al final
de la guerra. Solos, sin trabajo ni recursos, sin vivienda ni elemento
alguno, no llamaron “liberación” a ese momento. Aunque libres, la
libertad venía con confusión, amargura y desolación. Lo único que
querían era encontrar a Zenus entregado casi dos años antes.
Llegaron donde lo habían dejado y les dijeron: “
Se enfermó y teníamos miedo de llamar al médico y que descubriera que era judío. No pudimos hacer nada por él.” –¿Dónde está su cuerpo?, fue la pregunta obligada.
–Bueno,
ustedes saben…, la guerra fue terrible, no sabemos donde está, lo
enterramos por aquí, no nos acordamos justo dónde… ¿Cómo no iban a
recordar en qué sitio habían enterrado al niño que estaba a su cuidado?
Mis padres pensaron que no lo querían entregar. Lo buscaron durante
meses en
hospitales, orfanatos, escuelas, seguían pistas tortuosas
que los llevaban a casas de familia, en la misma ciudad, más lejos,
preguntaban. Lo buscaron pero nunca lo pudieron encontrar.
Fui
concebida en el transcurso de esos meses, cuando ya Zenus parecía estar
perdido y comenzaron desgarradoras discusiones entre mis padres acerca
de si continuar o no con el embarazo. Papá no podía superar el dolor;
se acusaba de no haber podido cuidar a su hijo
adecuadamente. “No quiero traer más hijos a este mundo”, decía en un
alarido contenido y furioso. Mamá quería continuar, volver a generar una
familia. Ganó mi mamá y yo nací. Resignados a la dura evidencia de
haber perdido a su hijo, mis padres debieron tomar otra difícil
decisión. Al antisemitismo polaco ahora se sumaba el comunismo.
No eran tierras amigables.
La única razón para seguir allí era la esperanza de recuperar a Zenus,
que ya habían perdido. Sabían que emigrar era despedirse definitivamente
de ello.
Polonia bajo dominio soviético era dura. Papá siempre
recordaba el día en que la policía secreta, la NKVD, irrumpió en el
departamento que les había sido otorgado después de la guerra y
encontraron en la biblioteca libros anticomunistas.
Lo llevaron a la sede del servicio secreto, lo interrogaron.
¡Imagínense el terror de estar en sus manos sin saber qué estaba pasando
con mi mamá embarazadísima! El departamento había pertenecido
supuestamente a un nacionalista polaco que dejó todos sus libros y mis
padres no se deben haber detenido a revisar uno por uno.
Papá había sido designado director de una fábrica,
creo que de escobas, y era tanta la corrupción reinante que alguien
debió haberlo delatado. Esto fue el colmo. Había una bebita de meses,
yo, que exigía un sitio seguro para vivir. Y en lugar de seguir
hundiendo sus pies en el lodazal de lo imposible, decidieron seguir
adelante y así llegamos a acá.
Años después, ya en la Argentina, nació mi hermanito Alberto. Era varón, había que decidir sobre su circuncisión. Los gritos, l
os llantos, el abatimiento, la tragedia cubrieron mi casa.
“Somos judíos –decía mamá–, lo queramos o no y si no lo quisiéramos
siempre alguien nos lo recordará, y él es nuestro hijo, carne de nuestra
carne, judío como nosotros, no podemos hacer como si no lo fuera”.
Sus
argumentos chocaban siempre con las mismas espinosas respuestas:
“Nunca, jamás, no lo voy a marcar, si Zenus no hubiera estado
circuncidado estaría vivo, habrían llamado al médico y se habría
salvado. No quiero que
mi hijo viva el terror y la humillación de
que alguien alguna vez lo fuerce a bajarse los pantalones”. La pérdida
de Zenus era su horizonte final, el borde de la cordura, la frontera del
perdón, la palabra sepultada por una muerte sin tumba. Agotado,
descorazonado, sin poder disfrutar el nacimiento de su hijo varón, papá
se hizo a un lado, empañados sus ojos con el desánimo y la culpa, y se
rindió. ¿De qué se acusaba tanto papá? ¿Qué no se perdonaba?
Cuando los nazis ocuparon Stryj, mis padres, que no habían sido arreados en la primera redada, debieron buscar cómo salvarse.
Zenus tenía 2 años, era parlanchín, alegre y travieso,
la idea de huir con él era casi imposible, serían blanco fácil para la
denuncia, la deportación y la muerte. La alternativa era esconderse.
¿Cómo, dónde, por cuánto tiempo? Habían caído en un bache oscuro y sin
fondo, en la negrura. Día tras día. Hora tras hora. Sin saber cuándo
terminaría.
¿Quién se arriesgaría a esconderlos?
Encontraron a una familia que aceptó hacerlo a cambio de dinero sabiendo
que si eran denunciados los matarían. Los escondidos debían estar en
completo silencio. ¿Cómo asegurar que un chico de 2 años no emitiera
sonido alguno? Cualquier llanto, estornudo, quejido, los delataría y
sería la muerte de todos, incluso la suya.
–Con el chiquito no, tienen que encontrar donde dejarlo.
Ese
fue el gran dilema que debieron resolver. Como todo dilema ninguna
solución es buena. Quedarse con Zenus implicaba el riesgo de
sentenciarlo a muerte y junto con la suya, la de todos. Dejarlo en manos
extrañas podía significar su salvación, pero,
¿cómo separarse de él?
Muchos
padres tuvieron dilemas similares impuestos por el nazismo, disyuntivas
crueles e inhumanas que debían responder en pocos instantes. Cuando fui
madre me pregunté
qué habría hecho yo. Era una pregunta retórica
porque afortunadamente tuve el privilegio de que la vida no me
enfrentara con ello. Mis padres no tuvieron esa suerte. Se acusaban de
haberlo abandonado y no se lo perdonaban.
Nada alivió su culpa, nunca olvidaron a Zenus,
ese primer hijo perdido para ellos y que tal vez seguía vivo en algún
lugar de Polonia o, cuando cambiaron las fronteras, Ucrania.
¡Cómo
me gustaría decirles hoy que cumplieron la promesa que le hacemos a un
hijo cuando nace, que haremos lo que sea por él! Y ellos lo hicieron: lo
entregaron a otros para asegurar su vida. Pero el calor de su piel, la
ternura de su abrazo, la caricia de su mirada, verlo crecer, todo esto
les había sido robado para siempre.
Estos
sentimientos vivieron agazapados en los intersticios de los silencios
familiares. La culpa de mis padres, callada, mordida, torturante,
enturbiaba su vida y teñía de gris el milagro de su supervivencia y
reconstrucción. ¿Hicimos bien?, se preguntaban de día y de noche. ¿Y si
nos hubiéramos quedado con él?
Lo comencé a buscar a mis 50 años.
Ya papá había muerto y mamá estaba grande. No le dije nada, no podía
encarar el tema con ella. Hacíamos como que todo estaba bien, como si
hubiera habido una vez un niño que tuvo la desgracia de ¿morir? Cosas
que pasan.
Pero si no hay un cuerpo, no hay evidencia de muerte.
Igual que con los desaparecidos de la dictadura argentina, el muerto
sin sepultura es un fantasma. No está pero está. O puede estar. O puede
aparecer. Uno no puede más que esperarlo.
Sigo buscando a mi
hermano. Lo busqué por varios medios, sin suerte hasta hoy. No sé su
nombre ni donde vive, no tengo datos, sólo esta foto de un niño de 2
años que no alcanza para individualizar al adulto de más de 70.
Publicado en cuanta página web encontré, mi último intento fue enviar mi
ADN al Banco de Datos del
DNA Shoah Project , con la esperanza
de que si Zenus sobrevivió en la Polonia católica profunda, tal vez al
estar circuncidado, se pregunte quién es y empiece a buscar.
En Polonia hay mucho interés en estas historias. De hecho desde hace unos 15 o 20 años es común que
gente en su lecho de muerte confiese a algún hijo
que en realidad no era hijo suyo o que lo averigüen por una cuestión
de parecidos físicos. En Polonia hay gente que no sabe claramente
quiénes fueron sus antepasados, pero la mayoría prefiere no preguntar. A
pesar de que hay archivos y se emprenden búsquedas, investigaciones. No
me sirven a mi porque no tengo ningún dato para empezar a buscar:
nombre, fecha, lugar, nada.
Pero lo más curioso es que temo encontrarlo.
Si sobrevivió, su crianza, su historia, su cultura tendrá pocos puntos
en contacto con la mía. Nuestra hermandad no es la amasada en encuentros
cotidianos, con los mismos padres y la misma historia, solo nos une el
ADN. Mis padres se preguntaban si habían hecho bien en dejarlo,
yo me pregunto si hago bien en buscarlo.
Es uno de los ejes de mi vida. Aunque la esperanza de encontrarlo sea
casi nula y encontrarlo me enfrente con nuevas preguntas y oscuridades,
no puedo dejar de hacerlo.
Hay alguien por ahí a quien le robaron
su historia y su identidad y yo poseo parte de la información. Es raro
que añore conocer a quien nunca vi y que es tan parte de mí. Pero aún
sabiendo que, como dice el tango,
ahora que estoy frente a ti, parecemos, ya ves, dos extraños…
, el impulso es más fuerte, sigo buscando y sigo esperando. Busco a mi
hermano para que cierre la historia, para que esta hilacha que quedó
suelta se entreteja finalmente en el tramado familiar, para que esta
presencia fantasmagórica y las preguntas que me acosan, reciban su
debido punto final.