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Hasta allí llegaba la búsqueda estéril de alguna explicación. No tenía sentido hacerlo. Lavand (nacido el 24 de septiembre de 1928 en Buenos Aires como Héctor René Lavandera) dijo en 2011, durante una extraordinaria charla con Alejandro Cruz publicada en estas páginas, que su talento incomparable para el ilusionismo lo aprendió de "los grandes que se fueron". Pero no hablaba de los grandes de su especialidad (la magia con cartas y objetos pequeños, también conocida como close up) sino de Bach, Beethoven, Vivaldi, Mozart, los artistas que cada tarde lo acompañaban desde el equipo de música mientras ensayaba y preparaba sus trucos en el laboratorio que tenía frente al parque de su casa de Tandil, entre recuerdos de toda una vida y llamativas colecciones de sombreros y paraguas. Lavand se enorgullecía de esa casa, en la que podían verse desde unas 500 especies vegetales hasta un vagón de madera de tren antiguo, cuidadas con esmero por el artista y su última compañera, Nora Gómez. La sentía como otra de sus grandes creaciones.
Lavand murió ayer en una clínica de esa ciudad bonaerense, luego de una breve internación. Tenía 86 años y seguía activo, empeñado hasta el final en perfeccionar su arte frente a todas las adversidades, como la artrosis que afectaba cada vez más los movimientos de su única mano, la izquierda, y lo obligaba a ejercicios permanentes de rehabilitación. Así se lo puede ver en El gran simulador (2013), un extraordinario documental de Néstor Frenkel que es la puerta ideal para ingresar en la vida y en la obra de un artista único, el único capaz de desarrollar con una sola mano (había perdido la derecha en un accidente automovilístico durante el carnaval de 1937, cuando tenía 9 años) un oficio, el del ilusionismo con cartas, que siempre se concibió para ser ejercido con las dos.
Ya instalado con su familia en Tandil, en plena adolescencia, la destreza con las cartas (cada vez más prodigiosa) le sirvió al mismo tiempo para mitigar las penurias de la rehabilitación y para asumir para siempre esa vocación. El resto lo hizo un libro (Cartomagia, de Joan Bernat y Fábregas), que le regaló un amigo de su padre y le ayudó a depurar todavía más una técnica que llegó a ser única. Nadie más era capaz de hacer magia con una sola mano.
De la mano de Juan Carlos Mareco, al que siempre reconoció como su padrino artístico, Lavand inició en los años 60 una carrera extraordinaria. Recorrió el mundo, fue aplaudido en Las Vegas, participó de los shows televisivos de Ed Sullivan y Johnny Carson y cosechó reconocimientos en todas partes. El documental de Frenkel rescata algunos de esos hitos. Viejos tapes de TV que muestran a un Lavand impecable, delgado y joven, desplegando sobre una mesa bien iluminada ("La baraja se ha hecho para jugarla con luz artificial", decía) sus incomparables ilusiones.
El arte de Lavand no sólo consistía en demostraciones prodigiosas de prestidigitación con naipes. Acompañaba cada truco con relatos cargados de sentencias, citas, menciones de nombres famosos y un admirable sentido del suspenso. Un ritual que quiso desmitificar en los últimos años. Lo contó así en la conversación con Alejandro Cruz: "La gente cree que soy un hombre culto, pero no. ¿Sabe qué creo? Que sólo soy un buen contrabandista de frases que tiene la habilidad y la picardía de colocarlas oportunamente. Es una manera de engañar al público sin engañarlo". En el documental de Frenkel, Lavand reveló el nombre del autor de esas glosas, el abogado Rolando Chirico.
Cada reconocimiento local (como el que recibió en 2011 en Polo Circo) e internacional era la excusa que disparaba algún nuevo espectáculo en la avenida Corrientes. Y hasta se dio el lujo de interpretar a un hombre temible, el Turco, en Un oso rojo, de Israel Adrián Caetano, y entregar allí, como recordó ayer Sergio Wolf, la "mejor escena de western" del cine argentino..
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