Sin embargo, más allá de que hoy se puede pensar en la reproducción humana pasando por alto el coito, todavía estamos lejos de pensar, por lo menos en Argentina, que mirar sea la única actividad a la que se dedica la gente. Mucho menos las mujeres, para las que la pornografía sigue siendo un terreno a conquistar. “Una de las cosas que me molestan del porno -dice María José Roldán– es que es hecho por y para hombres y nos dejan afuera. Por ejemplo, una fellatio puede durar cuatro horas y es aburridísimo, la situación a la inversa –¿hace falta explicarla?– dura sólo cinco minutos, ¡pero qué cinco minutos!”. Esta gerente de marketing de una empresa multinacional sabe de qué habla, cada noche sus recorridas de zapping por la pantalla del televisor terminan casi invariablemente en el canal Venus o Play boy, que la consuelan muy bien de su soledad y la ayudan a dormir. Según las pocas encuestas que hay sobre este tema, realizadas por dos revistas norteamericanas para mujeres –Redbook y Advocate— más de la mitad de las lectoras consumen pornografía habitualmente. Y aunque es cierto que los mayores consumidores son los hombres y a ellos les pertenece la industria, en las últimas dos décadas son varias las mujeres que se han apropiado de ese particular lenguaje para dar su propia visión de lo que consideran estimulante para la sexualidad. Una de ellas, tal vez la primera, puso en jaque a toda la industria pornográfica a fin de los 80. Se trata de Tracy Lord, sino la primera directora, la primera estrella del cine porno reconocida con fama mundial y múltiples dividendos. Claro que Tracy llegó al tope de su carrera cuando todavía era menor de edad, algo que denunció desde Francia a donde emigró para filmar su primera película a la corta edad de 18 años. Enteradas las autoridades del gran país del norte tuvieron que retirar de la venta todas las películas en las que ella era la protagonista, haciendo quebrar a buena parte de la industria.
En los EE.UU. durante la década del 80 las feministas Andrea Dwarkin y Catherine Mac Kinnon realizaron un proyecto de ley antipornográfica que las alineaba a la derecha y junto a históricos enemigos. La clave de sus argumentaciones era homologar pornografía a violencia contra las mujeres. Un debate realizado en 1982 en Barnard College fracturó el feminismo en dos y emergieron las denominadas feministas proporno que cuestionaban la relación entre pornografía y violencia como de causa-efecto, diferenciaban realidad de fantasía en las representaciones porno y ventilaban los efectos desastrosos de la aplicación de la ley Dwarkin/MacKinnon sobre mujeres reales: las trabajadoras del sexo. Son muchos los grupos feministas –en Argentina es la posición dominante– que desde la década del 70 se han dedicado a combatir la pornografía dura, fundamentalmente porque consideran que degrada a la mujer, la somete a situaciones de violencia y la exhiben como un objeto, otros abogan por realizar críticas que apunten a una visión radical de la sexualidad que privilegie, por sobre la corrección política, la experimentación erótico-consensuada o solitaria. “El principal argumento que se utiliza en contra de este material –dice la española Raquel Osborne en su libro La mujeres en la encrucijada de la sexualidad al referirse a la posición antiporno– es el de afirmar una relación causal entre las imágenes violentas que la pornografía muestra y las agresiones, igualmente violentas en contra de la mujer, especialmente las violaciones. De ahí la consideración de que las mujeres son las principales víctimas de la pornografía, pero no en sentido simbólico sino real”. Aunque esta relación entre las agresiones de la vida cotidiana y las que representa la pornografía dura aparece como una razón táctica que no funcionó del todo bien. “Por un lado está el intento de no ser tachadas de moralistas y puritanas y por otro quisieron soslayar el conflicto que toda prohibición plantea –prohibir la pornografía era un objetivo de estos grupos–. Sin embargo las feministas no sólo fueron etiquetadas como moralistas sino también como nuevas censoras”, dice Osborne.
Pero la denuncia de la exhibición de la mujer como un objeto a usar y un sujeto a dominar no es la única reflexión que se produjo desde el feminismo sobre la pornografía. La neoyorquina Angela Carter explica en su libro The Saedian Woman que la pornografía es la única instancia en la quecierta sexualidad es abiertamente permitida a las mujeres, es decir le atribuye una función liberadora en el sentido de que por medio de ella a la mujer le ha sido dado mostrar diversas manifestaciones de su sexualidad. Silvia Vicente, editora de la revista del Consejo de la Mujer y militante feminista, se acerca a esta postura o por lo menos plantea la pregunta: “Yo consumo pornografía, uso juguetes, voy a lugares swingers en los que se muestran shows eróticos de sexo explícito y disfruto con eso. Creo que las mujeres no llegamos más fluidamente a estos productos porque todavía no exploramos del todo nuestra sexualidad y porque, por el hecho de ser mujeres, no tenemos los canales habilitados para llegar a estos productos. En 1998, hicimos un grupo de reflexión para interrogarnos sobre estos temas y nos dimos cuenta de que, por ejemplo, más de una vez hubiéramos querido usar la prostitución, pero no sabíamos a dónde ir o a quién llamar. También es cierto que todavía no hay demasiados productos pensados para mujeres y mucho menos para mujeres heterosexuales”.
“Las feministas han propuesto luchas concretas desde hace más de un siglo contra la exhibición mercantil de imágenes de mujeres y esto incluye una afirmación: toda forma de experiencia es mercantilizada por la industria cultural en el sistema capitalista. Pero también estamos viendo a partir de la década del 70 el modo en que algunos grupos desde los derechos civiles están revirtiendo ese problema de la exhibición de los cuerpos para la degradación o la comercialización de los sujetos por una exploración de la relación entre sujeto y deseo, al modo de las vanguardias de principios de siglo –representadas por ejemplo por Oscar Wilde, Jean Genet, D. H. Lawrence o Mark Twain– que usaban imágenes eróticas como desafío a las presunciones de normalidad no sólo respecto de la sexualidad sino también de todo modo de relación que ponga en jaque la mezquindad imaginativa y la indolencia ética de la clase media”. Así explica Silvia Delfino, integrante del área de estudios queer de la Universidad de Buenos Aires, una forma posible de apropiación del lenguaje pornográfico, para devolverles la categoría que alguna vez tuvieron ciertas consignas como la liberación sexual –de la que la pornografía dura es la hija pródiga–: la transgresión y el desafío a la moral media. Claro que, como decía Foucault, el poder sabe que la mejor forma de controlar los discursos del sexo consiste en evitar su represión. Y así la pornografía se plantea también como una forma de control sobre lo que está permitido mirar y mostrar.
Lo que hay para ver
“Para mí no hay fórmula fija que sea exitosa. Lo que una noche me excita terriblemente, a la siguiente me puede parecer un asco o aburrirme. Venus es más crudo; Playboy tiene como esas producciones entre gasas y sombras. Me aburren esas escenas de 20 minutos de matraca y todas las situaciones que se me ocurre que no son creíbles, por ejemplo esas en que las minas están en situaciones incomodísimas y es muy difícil creer que la están pasando bien con cinco burros acabándole encima mientras limpian la cocina” (María José Roldán, 32).
“Frente a la pornografía creo haber recorrido el camino como cualquier feminista, tuve mis fundamentalismos hasta que en la cama de uno de mis amantes me hizo un click en la cabeza y fue como la droga, un viaje de ida. Me convertí en una consumidora cachondera de pornografía gay y lésbica. Mi ritual básicamente es en soledad. A veces comparto algún video, pero como me resultan de un insultante contenido pretencioso y kitsch, es más lo que me río que lo que me caliento. Creo que los permisos e interdicciones frente a la pornografía tienen que ver con los mismos permisos e interdicciones en la cama. A una sexualidad rígida, ortodoxa, mecánica y pantuflera no hay nada que arrebatarle ya que no hay lugar para las fantasías ni los ensayos lúdicos. A mi gusto el polvito dominguero es lo menos performático que existe en el mercado sexual y tengo la sensación de que muchas de nuestras feministas, cuando critican a la pornografía,todavía no se quitaron los ruleros de la cabeza” (Virgen Roja, feminista en el anonimato, 45).
“Lo que más me molesta de ver porno con mi marido es que él empieza a hacerme preguntas sobre si no me gustaría tener para mí un miembro así o asá. Seguramente porque él quisiera tenerlo así o no se anima a decir que a él le gustaría estar con una de esas mujeres que parecen esculturas de plástico. Si me tengo que poner a competir con esas minas, o si me empiezo a creer que eso que me provoca excitación tiene que suceder en la realidad, se acabó el juego y se acabó el goce” (Patricia Antón, psicóloga, 50).
“Soy adicta al sexo cibernético. Me deja jugar a ser quien quiero ser sin ningún tipo de inhibiciones, a veces me paso cuatro horas seguidas chateando y nunca desafié tanto mi imaginación como cuando tengo que calentar a alguien sólo con palabras y además no sé el sexo de ese alguien. Antes de Internet nunca me había animado a entrar a un sex shop o a alquilar una película porno. ¿Cómo te parás en el video club frente al display de las condicionadas? Me muero de vergüenza” (Alba, cocinera, 23).
Cada mujer consultada empezó primero por la timidez, por decir que era algo que les gustaba a sus compañeros y no tanto a ellas, hasta que sueltan ese deseo escondido de encontrar alguna producción pornográfica en la que se sientan cómodas. La espectacularidad de los cuerpos es algo que muchas pusieron como límite, no les permite creer que cualquiera de esas situaciones desopilantes en las que el sexo llega sin mediación -casualmente eso es lo que la mayoría confesaron como más excitante cuando se supone que las mujeres tienen fantasías más románticas que eróticas– podría tenerlas como protagonistas. También se escucharon quejas sobre la dificultad de creer los orgasmos femeninos o incluso en su goce y eso “te saca de clima”. Son pocas las que dijeron que preferían escenas más veladas o sugeridas, lo que comúnmente se llama “eróticas” aunque ya son pocos los pensadores que hacen alguna diferencia entre erotismo y pornografía. A pesar de que cuando se piensa en seducir a las mujeres para que consuman sexo mercantilizado se piensa en experiencias como las del soft porno –o porno blando– en que los genitales masculinos no llegan a verse en su esplendor y de los femeninos sólo se visualiza el vello púbico. Kitty Cunningham fue la primera en tener esa idea en Argentina cuando a principios de los 90 comenzó a distribuir películas soft en video clubes con la seguridad de que eso es lo que querían las mujeres. “Hicimos un pequeño estudio de mercado y muchas se quejaban de que las películas porno no tenían ningún argumento; el material que distribuimos no era de una alta calidad cinematográfica, pero intentaba crear un clima y las imágenes son menos agresivas”, algo parecido a lo que se puede ver en la trasnoche de los viernes y los sábados en el canal The Film Zone. Pero la empresa de Kitty quebró rápidamente y su conclusión es sin piedad: “Me parece que las mujeres de lo primero que pecamos es de hipócritas”.
Con la llegada de los canales codificados y los servicios de Internet, el problema de sonrojarse frente al empleado del videoclub ha pasado a la historia. En cualquiera de los sites sobre sexo que se pueden encontrar en la red ya las producciones han dejado de ser producciones industriales para transformarse en fotos caseras en posiciones obscenas que convierten a cualquier ama de casa en la estrella de porno con la siempre soñó. Tal vez eso fue lo que alumbró la idea de Letitia, un nombre que en Francia es marca registrada de las producciones pornoartesanales y con mirada de mujer. Ella filma con dos cámaras, una en mano y otra fija, a parejas que la llaman porque quieren expandir el radio de sus experimentaciones. Letitia los dirige como si fueran actores –de hecho en ese momento lo son– y en determinado momento interviene en la escena. Según ella, para eso la llaman. Letitia, como Annie Sprinkle en Estados Unidos o Tracy Lord, es una ex actriz porno, exhibicionista confesa, que pasó de delante a detrás de la cámara buscando un lenguaje que pueda seducir a sus congéneres. “Quiero filmar un orgasmo femenino en tiempo real”, fue laconsigna de Sprinkle, trabajadora del sexo y feminista dedicada a revertir la victimización de las mujeres en situación de prostitución que se dedica alegremente a mostrar prácticas que movilizan cualquier certeza sobre la sexualidad. “En la industria porno no hay casi contactos interraciales, si tenés que tener sexo con un negro te pagan más, como si fuera algo grave. Pero no te dejan usar preservativo ni te pagan más por eso. Los hombres que están en la industria odian a las mujeres y encima una tiene que trabajar para que ellos la tengan dura el tiempo necesario porque solos pueden muy pocos. Todo eso es molesto, pero se pueden hacer otras cosas para alentar a la gente a disfrutar de su sexualidad por más rara que ésta sea”, dice la Sprinkle en sus memorias –Ed. Taschen–. Mostrar el orgasmo femenino fue también el objetivo de Tracy Lord en su primera y única película, harta de fingir para excitar a actores poco estimulados.
Sotto voce
“Hay una moral de clase media que consume pornografía como una práctica en el interior del matrimonio y que es interesante de observar como una pequeña zona de experimentación, aunque para llegar a ella la pareja tenga que cumplir con todos los requisitos de la moral burguesa: en silencio, con fidelidad y monogamia. Aunque después cualquier expansión de la sexualidad se pueda convertir en un chiste en el programa de Tinelli o en un análisis en el programa “Memoria” que es la regulación cultural por excelencia de la clase media argentina”. Para Silvia Delfino aun cuando la pornografía sirva en algún caso para desafiar lo establecido y hacer visibles prácticas que son discriminadas, son más las veces que sirve para encubrir otras relaciones como las que se establecen entre la sociedad industrial y la prostitución, porque “las conejitas de Play Boy llegan a ese lugar también como un trabajo, y las actrices porno lo mismo, entonces lo que queda oculto es la pobreza y la necesidad de trabajar. Como también queda oculta la pobreza cuando se discute sobre la oferta callejera de sexo, ya que nadie se queja de toda la oferta que hay en departamentos privados, en Internet, en el rubro 59”.
Evidentemente la forma de consumir pornografía aceptada es la que se hace bajo otras máscaras. Son varias las publicaciones que ofrecen imágenes y prácticas sexuales para el consumo aunque veladas por conceptos como sexualidad sana o secretos para vivir el sexo feliz. La revista Cosmopolitan, por ejemplo, se refiere a sus lectoras como chicas cosmo y les ofrece relatos masculinos pormenorizados hasta el exceso sobre cómo ellos se masturban. O brinda secretos para saber, mirando las manos de un señor, de qué tamaño es su pene. Si eso no es pornografía, ¿la pornografía dónde está? Las producciones nacionales no son muy distintas de las del resto del mundo, salvo por ese humor tan particular del doble sentido que caracteriza a los capocómicos nacionales. De hecho Víctor Maytland no es más que un seudónimo de un director de cine que trabajó con Armando Bo y dirigió más tarde la serie de Tiburón, Delfín y Mojarrita. Pocas cosas menos excitantes que esas producciones.
Lo que es seguro es que los chats y las líneas calientes de encuentros arden. En soledad todo está permitido y cada vez parece ser más fácil estar solo, una queja que se suele escuchar en boca de las mujeres, aunque para tranquilidad del antropólogo Bernard Arcan, ninguna manifestó todavía que prefiere los placeres solitarios a los compartidos y es de esperar que cada vez más las mujeres se den permiso para llegar a la pornografía como a un juego de adultos y que en ese tránsito haya lugar para encontrar un lenguaje que las identifique. Y las seduzca.
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